Emerge de la oscuridad primigenia, ese impulso hacia la
vida; un sinfín de elementos orquestando al amanecer el nacimiento de la
semilla de origen, que ha existido en su latencia por la eternidad.
El aliento dulce y caluroso de la creación le ha encomendado
enraizarse en el suelo fértil de la madre vida, ha sido la tierra misma
acunando su ser.
De este renacimiento se ha enterado el viento, pues el a
profetizado el nuevo tiempo, el arcoíris se ha difuminado por el cielo de
humildes intenciones anunciando la llegada del germen iniciático de la
re-existencia.
Toda la tierra ha temblado al ver el ápice de la radícula aferrándose
a un trozo de suelo. Las hojas de otros árboles han celebrado su surgimiento,
mientras buscan el camino para rozar su sendero, las hifas de los hongos pronto
se enteraron del acontecimiento y han decidido entrar sigilosamente en sus
tejidos.
Y ella crece lentamente, permitiendo a su ser manifestar el
potencial que se halla en su esencia, encriptado en los miles de genes que le
poblán; y más allá las partículas subatómicas que la mantienen eternamente
conectada a la matriz de la vida.
La luna que acaece es nueva como el primer gemido de enero,
o como el suspiro de un recién nacido.Pero ya es Noviembre y la lluvia cae incesantemente
para nutrir todo el entorno; aun así, la semilla permanece bajo tierra,
esperando un rayo de sol que le lleve a impulsarse con vehemencia sobre la
vida.
Y es el pico de un pájaro el que se avecina primero, la
sacude con tal fuerza que su ser enraizado antes en tierra vuela rápidamente,
de repente es engullida y cae de nuevo en el vientre, esta vez hecha pedazos.
Y al efecto de cientos de enzimas sobre su lacerado cuerpo,
se convierte en el abono de una próxima semilla que acaba de caer de un árbol que
al ver tal suceso se sacudió hasta caer. No ha sido una motosierra por suerte,
sino el leve y parsimonioso ciclo de la vida quien fue el verdadero testigo de
la infinita historia del árbol de la abundancia y su semilla.
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