Le digo a mi cuerpo que se controle, pero él no quiere ceder;
se aferra a las sensaciones, tanto que las quiere transfigurar en palabras, desea
convertirlas en explosión. Además del osado delito de trasgredir la realidad, quiere
crear, se vale de los ruidos inentendibles de la mente para modular unas cuantas
frases que evitan el olvido de lo que jamás sucedió.
Un impulso nervioso permea la piel, los músculos, se va
hacia el espíritu; nuestras viseras están percudidas, somos cuerpos reprimidos que
pugnan por desenmascararse de una vez por todas. El polvo cae, es reemplazado
por un color fluorescente que atrae satisfacción efímera, un presentimiento de
haber sido comprendidos, de transmitir ese color inidentificable a los
espectadores.
Cuando me alimento de la palabra, me renuevo, confieso mis
inmoralidades, con la menos acusable de las actitudes; señalo al mundo, y a sus
truculentos laberintos, pues nadie a de culpar al instinto de existir; así, prime
el del salvajismo.
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